Me había despertado
sintiéndome fatal por los excesos nocturnos de la noche-madrugada. Por los
tóxicos en mi cuerpo, por la desinhibición incontrolada por efecto del alcohol
y que recién despertada me atormentaba haciéndome sentir ridícula. Con la boca
seca y pastosa como una lija, con el pelo enredado en un moño de dormir, con
las sábanas marcadas en la cara y la raya de ojos caída a la altura de las
mejillas, la hibernación indefinida en mi cuarto se me antojaba la mejor
opción. Un secuestro autoimpuesto a base de litros de agua para eliminar todos
los metabolitos de toxicidad de mi cuerpo frágil y sentirme un poco menos
sucia, en todos los sentidos.
“Mierda”. Es lo
primero que exclamamos mentalmente los días de resaca.
Había tratado de
comer un poco y sano, esto es: caldo de verduras, pescado, algo de fruta. La
falsa ilusión de estar contrarrestando los excesos me hacía, al menos, sentir
que controlaba algo en la vorágine incontrolable de lo que ya se ha hecho y no
tiene remedio. También la ducha. La ducha fuerte, larga y perfumada y la comida
sana son las dos tablas a las que agarrarme los días de resaca. Regodearme en
la mierda entre las sábanas no está contemplado en mis opciones: sería el
suicidio total.
Y la lluvia. Si ese
día llueve también me limpio un poco por dentro. Y se limpian las calles, y se
limpia el rastro de los excesos cometidos.
Claro que a la
lluvia no la tengo en la nevera o a golpe de grifo.
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